“El liderazgo consiste en hacer que los demás sean mejores como resultado de tu presencia y asegurarte que el impacto dure en tu ausencia”, Sheryl Sandberg
Existe algo más triste que el final de una carrera política: no saber reconocerlo. Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri fueron, sin duda, dos de las figuras más influyentes de las últimas décadas en la política argentina. Ambos llegaron a la cima: la Presidencia de la Nación, el ejercicio del poder real, el respaldo de multitudes. Y sin embargo, ambos hoy se aferran a una centralidad que ya no les pertenece. El tiempo, la historia y sus propios espacios políticos les están pidiendo algo que no todos los grandes líderes saben dar: el paso al costado.
El problema no es que sigan opinando o participando -algo natural en cualquier democracia madura- sino su resistencia a dejar lugar a nuevas figuras, a permitir una renovación real, a convertirse en guías en lugar de protagonistas. Lo que debería ser un proceso de transición ordenado, se transforma en una traba, un lastre que impide a sus partidos avanzar. El peronismo con Cristina y el PRO con Macri padecen el síndrome del líder eterno: figuras que, tras ocupar todos los cargos posibles, no logran retirarse a tiempo.
Hay una virtud silenciosa, muchas veces ignorada, que define a los verdaderos líderes: saber cuándo irse. Nelson Mandela gobernó solo un período y luego se dedicó a formar y aconsejar. Barack Obama entendió que su ciclo había terminado y, aunque su carisma y popularidad podrían haberle permitido seguir marcando el pulso del Partido Demócrata, se mantuvo al margen del primer plano. Angela Merkel, una de las líderes más importantes de Europa en los últimos tiempos, se fue con aplausos y sin escándalos, dejando un legado sólido y una sucesión ordenada.
Cristina y Macri, en cambio, parecen más interesados en controlar el relato de sus partidos que en construir el futuro de ellos. No han logrado (ni querido) delegar su legado en un sucesor o “ahijado político” con verdadero peso. La incapacidad de formar una nueva generación que represente sus valores no es solo un fallo político: es un fracaso humano.
El precio es alto. Se diluye el prestigio construido durante años. Se pierde el respeto interno. Se pasa de ser líder a ser un obstáculo. El ego, ese enemigo silencioso, reemplaza a la sabiduría. Y el deseo de seguir en escena a cualquier costo, termina pareciéndose demasiado al comportamiento de líderes autoritarios que no saben soltar el poder.
No hay país democrático donde un ex presidente siga pretendiendo conducir a su fuerza desde la sombra, o desde la primera línea, eternamente. Solo en regímenes sin alternancia real sucede esto. Pero en Argentina, esa anomalía parece haberse vuelto costumbre.
Cristina ya no es escuchada con la misma devoción dentro del peronismo. Su palabra no ordena, apenas divide. Macri, por su parte, mira con desconfianza a quienes él mismo eligió, mientras su partido se desintegra en internas estériles. Ambos deberían ser faros, pero prefieren seguir siendo el timón.
El final de ciclo no es una derrota. Puede ser una consagración si se asume con dignidad. Pero el que no se retira a tiempo, no solo pierde poder: pierde legado, pierde historia. Cristina y Macri están a tiempo de no terminar siendo caricaturas de sí mismos. Pero el reloj sigue corriendo, y los que no saben irse a tiempo, terminan siendo echados.
TICHO para SIN CODIGO