Ángel Di María se despedirá, este domingo, de la Selección Argentina, a la que tanto dió y tanto le devolvió
Febrero de 2007. Segunda fecha del torneo Clausura. Bombonera. Es el día que regresa Juan Román Riquelme a Boca después de cuatro años. Están todos pendientes de eso pero al que va por el carril izquierdo del ataque de Rosario Central no le importa, o al menos no le altera su endemoniada determinación. Es un delantero muy joven y demasiado flaquito para el fútbol profesional. Sin embargo, desde que arrancó el partido se dedica a desquiciar al equipo de Román. Especialmente al defensor que intenta, en vano, frenarlo por el lateral que da a los palcos.
Por aquí, por allá, vuela Ángel Di María, camiseta 37, 19 años. Las patadas (las que aciertan) no lo frenan. Se escurre como agua. Amaga, acelera, frena, gira, gira otra vez, patea, desborda, va y vuelve con un vértigo venido del futuro. Sistemáticamente, exige y estira y masacra el cuerpo y la mente de sus rivales. El público fue a ver a Román pero terminó abombado por Di María, a quien no lo intimida ni siquiera la presencia en el estadio de Diego Maradona.
Diciembre de 2022. Final del Mundial de fútbol. Doha. Qatar. Por ese mismo carril izquierdo arrasa Ángel Di María y rompe todas las estructuras del partido contra Francia. Fideo ya es Fideo, una estrella del fútbol internacional. Camiseta 11 de la Selección argentina, renacido de las cenizas de 2018, la pieza más importante después de Messi, es imparable para Jules Olivier Koundé, su marcador francés. Podemos imaginar la mente atribulada del defensor europeo apenas segundos antes de empezar el partido cuando distingue, contra todo lo previsto, la figura del spaghetti del gol de su mismo lado. Quizás haya sentido la brisa del sufrimiento que se avecinaba.
Y como un escorpión enloquecido Angelito clavó el aguijón dos veces en el corazón de Francia en menos de 45 minutos. Un desborde suyo terminó en penal y gol de Messi. Y minutos después, la sabemos de memoria, corrió la carrera al vacío de su vida mientras del otro lado se gestaba uno de los mejores contraataques que se recuerden en este deporte. Todo arrancó en un cierre de Romero a Mbappe, el pase largo del Dibu, rebote, Molina, Alexis, Messi, Julián, Alexis, pim, pam, pum y en la otra zona, a la izquierda, Di María aterrizaba en el área.
Fue una carrera de fe a la eternidad total. La pelota y él sincronizaron a la perfección. Llegaron en el mismo momento al lugar indicado. En las cámaras se observa un movimiento extraño, como si apenas impactarla, la pelota tocara el piso y después el salto, picadita, por encima del arquero. Gol. Golazo. En algún lado estaba escrito. Otra final, otro gol, otro engaño al arquero igual que tantos antes. Una vida dedicada a humillarlos. ¿En algún lado estaba escrito? En su WhatsApp. Un día antes de la Final Di María se lo anticipó a Jorgelina, su esposa. “Voy a salir campeón del mundo amor. Está escrito. Y voy a hacer el gol. Porque está escrito como en el Maracaná y Wembley”. Dos veces lo escribió: estaba escrito.
El estadio icónico de Lusail estalla. Fideo se arrodilla. Siente que acaba de destrabarse el maleficio después de 36 años. Dicen que cuando te estás por morir la vida se te pasa en flashazos. Eso habrá sentido Angelito mientras volvía hacia la mitad de la cancha. Todo lo contrario a estar muerto, más vivo que nunca, que nadie en el mundo en ese instante. La cara se le desarma a Di María. Las lágrimas desenfocan todo lo que está a su alrededor mientras vuelve a la mitad de la cancha.
Quizá durante esos pocos segundos hasta que el estadio deja de rugir y el rival mueve del medio por su cabeza pasa a toda velocidad la vida. La casa de la calle Pedriel, el galpón del fondo, las bolsitas de carbón, el día que un DT de las inferiores le dijo que iba a fracasar, la bicicleta Graciela, la lesión que lo sacó de la Final del 2014 y antes, también, otra final ausente, la del Mundial juvenil en Canadá, el olor de los abrazos con su mamá Diana al final de las prácticas, el respaldo de su papá Miguel, las noches en soledad e incertidumbre con su esposa y sus hijitas en España, lejos del barrio La Cerámica, donde había pateado por primera vez una pelota.
Un flashback que duró nada y todo a la vez y entonces Angelito sintió que finalmente, a los 33 años, iba a ser campeón del mundo, que ya nada lo detendría: ni los técnicos que no lo quisieron, ni los hinchas que lo putearon, ni las lesiones, ni la mala fortuna.
Ahora que finalmente sucedió, podemos pensar que este caldo se estuvo cocinando desde que uno de los técnicos que agarró a Angelito cuando todavía le decían Diablo por sus travesuras infantiles lo sacó del puesto de centrodelantero (“esperaba arriba, la agarraba y encaraba hasta hacer el gol”, lo describió su papá) y lo pasó a la izquierda, para explotar su uno contra uno letal.
Tiene el pecho abierto. Ama el fútbol. Por eso también lloró cuando Scaloni lo llamó, en 2019, después de escucharlo pedir un lugar en la Selección por TV tras quedar afuera después de la eliminación en el Mundial de Rusia, cuando parecía que su ciclo estaba cumplido. “A los cinco segundos nos pusimos a llorar los dos”, recordó el DT. Y Di María volvió al equipo.
Y después pasó lo que pasó. Fideo picó al vacío en la final de la Copa América en el Maracaná. Fideo picó al vacío en la Finalissima con Italia en Wembley. Fideo picó al vacío en la Final con Francia. En todos los casos hizo un gol. Él también puede decir “ya está”.
Con datos de Fernando Soriano y el libro “Muchachos”, Infobae