Un 22 de enero de 1995, ocho tucumanos -adolescentes y jóvenes- quedaron sepultados por un alud de nieve luego de haber llegado a la cima del Sollunko, en Perú
La tragedia del Sollunko es una de las que mayor conmoción generó en Tucumán hasta nuestros días. La pérdida de ocho vidas -entre adolescentes y jóvenes- golpeó a la sociedad con la misma violencia con que la nieve sepultó a los montañistas. En apenas unos minutos el alud transformó, para la eternidad, la vida de 12 familias.
El miércoles 11 de enero de 1995, Andrés Rodríguez, de 14 años; José María Sánchez, de 15; Eneas Toranzo Rozzi, de 16; María Teresa Robles, de 16; Liliana Álvarez, de 17; Pablo Toranzo Rozzi, de 17; Mariana Lara, de 18; Adriana Rodríguez, de 19; Pablo Palavecino, de 23; Cristian Rivero Sierra, de 25; Sergio Rodríguez, de 26 y Gabriel Bazán, de 32 años, partieron de Tucumán rumbo a Perú. El objetivo previsto era Machu Picchu. Mientras hacían el Camino del Inca pusieron la mirada sobre el Salkantay, una majestuosa montaña de 6.200 metros de altura. Pero las condiciones del terreno eran hostiles y se dejaron conquistar por otra montaña, unos metros más baja pero igualmente imponente. El Sollunko se convertía así en el rival más fuerte de todos.
“Acampamos en un lugar que está a 4.200 metros de altura, de donde vemos el Salkantay y el Sollunko. El Salkantay es imponente, todo nevado, realmente merece respeto. Nosotros vinimos con la idea de escalarlo, pero es imposible. Por eso, esta noche queremos intentar el Sollunko. ¡Ojalá podamos!”, escribió en su diario de viaje Adriana Rodríguez, el sábado 21 de enero. Y pudieron. Porque la nieve les permitió llegar a la cima y plantar bandera, para cubrirlos con su manto blanco en el camino de bajada.
El domingo 22, el grupo se dividió así: en un campamento improvisado en la base de la montaña quedaron Gabriel Bazán, preceptor del colegio, y María Teresa Robles, enfermos e imposibilitados de continuar la aventura. Los 10 restantes emprendieron el ascenso cerca de las 14, hora local. A mitad del camino el grupo se redujo nuevamente: Eneas, por una descompostura, emprendió la vuelta hacia el campamento.
El grupo de andinistas había reducido sus integrantes en una cuarta parte para entonces. “Concretaron su máximo sueño: llegar a la cima del nevado del Sollunko […]. Allí plantaron la bandera argentina. Se abrazaron de emoción y de alegría. Ni la baja temperatura ni el viento fuerte, y por momentos amenazante, consiguieron amortiguar los bríos de la sangre joven”, precisa una noticia sobre la tragedia.
El alud tuvo lugar minutos después de las 16, cuando uno de los jóvenes patinó sobre el hielo a 150 metros de la cumbre y desató el desprendimiento. “Dicen que las avalanchas se anuncian, que oís como un trueno lejano, y que te dan tiempo a protegerte. No es cierto. Todo ocurrió de repente”. Ese fue uno de los pocos relatos que Pablo Toranzo Rozzi daría meses después a la prensa, el testimonio del único sobreviviente del ascenso cuya integridad física quedó al resguardo de una piedra. “El ruido y los gritos eran horribles. Yo me aferraba a la roca y los veía caer al precipicio. Uno de los chicos quedó colgando de la soga y me pidió que lo ayude. Comencé a tirar para subirlo, y la cuerda se cortó, y él cayó al precipicio y no lo volví a ver más”.
Eneas, ya en el campamento, había advertido a su regreso que el grupo volvería a la medianoche con la cumbre conquistada. Pero pasadas las 00 empezaron a rezar por sus amigos. En la madrugada Bazán dejó el refugio improvisado para pedir ayuda ante la ausencia del grupo andino. A su vuelta se reencontraría con el único superviviente del alud.
Con heridas en el rostro, la mente agobiada y el corazón perturbado, Pablo llegó a la base del Sollunko para contar que una avalancha de piedras y nieve había sepultado a sus compañeros.
Fue Bazán quien tomó la posta y salió a buscar a un lugareño para pedir que le ayudara a buscar a sus amigos; mientras tanto, Eneas descendió hasta encontrar autoridades que iniciaran el rastreo. Acompañado de un conocedor de la zona, el preceptor subió la montaña esperando una respuesta que le diera esperanzas. Debido al frío y a la nieve que no paraba de caer, los buscadores emprendieron el regreso. Del otro lado del camino, un grupo de mujeres locales informaron a los caminantes que todos estaban muertos e indicaron el lugar donde estaban los cuerpos. “Aparecieron todos destrozados, entrelazadas algunas partes y mezclados con piedras. Tenía que tocarlos para saber si estaban vivos pero la carne estaba blanca y me di cuenta de que ninguno había sobrevivido”, manifestó Gabriel en una entrevista a la prensa.
El miércoles, 25 de enero, bajo el mandato de Ramón “Palito” Ortega, los familiares de los excursionistas se reunieron en Casa de Gobierno. Les pedían no retirarse, porque las comunicaciones entre Perú y Tucumán se daban de forma directa con la sede del Ejecutivo de la provincia. A la medianoche recibieron la confirmación menos esperada. Una autoridad leyó la lista de los fallecidos y los sobrevivientes. Recién entonces las familias supieron por quiénes podían llorar.
El Presidente de la Nación, Carlos Saúl Menem, dispuso el envío del avión Hércules a Tucumán. La aeronave que repatriaría los cuerpos desde Perú llegó al aeropuerto “Benjamín Matienzo” el jueves por la mañana. En el avión partieron 12 familiares y allegados de las víctimas.
El jueves 26, pasado el mediodía en hora peruana, los familiares se encontraron en Cusco con los sobrevivientes y por la tarde se dio el primer contacto con los cadáveres. Las autoridades del país vecino indicaron que los compañeros que se habían salvado ya habían hecho el reconocimiento, por lo que los cuerpos podrían verse recién en Tucumán.
El Hércules, que funcionaba para carga y no como avión de pasajeros, fue acondicionado para trasladar los ocho féretros y regresar a los familiares y a los sobrevivientes. El silencio sepulcral a bordo sólo fue interrumpido por algunos sollozos contenidos.
En Tucumán una lluvia torrencial acompañaba a aquellos que habían sufrido la peor espera de todas. A las 0.30 del sábado 27 el altoparlante del aeropuerto anunció la llegada del Hércules desde Perú. Alrededor de 700 personas se congregaron en la sala de arribos. Desde uno de los barandales altos pendía la bandera hecha por alumnos del colegio Montserrat que rezaba: “Ellos no han muerto, están subiendo la cumbre más alta. Cristo los espera”.
El impacto del alud llegó a las calles de la provincia y, pese a la tormenta, cientos de personas se amotinaron en las inmediaciones del parque 9 de Julio bajo sus paraguas para saludar con pañuelos blancos el paso de la procesión de ambulancias.
De los ocho fallecidos, siete fueron velados en el salón de actos del colegio Montserrat. El padre Constancio Sánchez, uno de los párrocos de aquellos años, bendijo los ataúdes que reposaron toda la noche entre saludos y despedidas. La familia de Cristian Rivero Sierra decidió hacer un sepelio privado. Los sobrevivientes acompañaron con entereza pero con el corazón roto a las familias que despedían con resignación a sus propios amigos.