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La intimidad del final de María Eva Duarte. La conmoción de Perón. Su testamento. Los dolores que la azotaban. Sus palabras finales

El prestigioso cirujano Ricardo Finochietto sostenía la cabeza de Eva Perón, moribunda, y le apretaba la mandíbula para que no se tragara su propia lengua y muriera asfixiada. Junto a la cama, el cardiólogo Alberto Taquini tomaba en forma constante el pulso de la primera dama. La cama de la enferma estaba rodeada por su esposo, el Presidente Juan Perón, por su madre, Juana Ibarguren, y por sus hermanos.

Devorada por un cáncer de útero, Eva Perón se moría. El resto de los dolidos visitantes de la residencia presidencial, ubicada sobre la calle Austria, en terrenos que hoy pertenecen a la Biblioteca Nacional y al Instituto Juan Domingo Perón, entraban y salían, discretos y silenciosos, de la habitación que no era la del dormitorio presidencial, ubicado en el primer piso de la casona, con ventanales amplios que miraban a los jardines y a la Avenida del Libertador.

Por allí desfilaba en la temprana noche del 26 de julio de 1952, gran parte del gobierno de Perón. Fue a Perón a quien miró el cardiólogo Taquini, cerca de las ocho y veinticinco de la noche, para decirle: “No hay pulso”, mientras Finochietto soltaba la cabeza, la dejaba apoyada en la almohada y cerraba los ojos de Eva.

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“Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia de la Nación, el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación. Los restos de la señora Eva Perón serán conducidos mañana, en horas de la mañana, al Ministerio de Trabajo y Previsión, donde se instalará la capilla ardiente”, informaron por cadena nacional.

Eva Perón empezaba a ser una leyenda.

En la residencia presidencial, a la espera de la muerte de la Primera Dama, estaba el doctor Pedro Ara, que tenía frente a él la tarea de embalsamar a Eva Perón. A las ocho de la mañana del 27 de julio, el cadáver ya era incorruptible

El mal la había golpeado a finales de 1948, cuando sus malestares se ocultaron a la población bajo gripes, agotamiento, o algunos episodios de anemia. No era verdad. El diagnóstico decía cáncer de útero y quien lo intuyó con clínica certeza fue el doctor Oscar Ivanissevich, su médico de cabecera, que sospechaba de los dolores de caderas y en la fosa ilíaca derecha, de las hemorragias vaginales y los tobillos hinchados de su paciente. Recomendó una histerectomía, pero Eva se negaba a ser operada: la convenció Perón y fue intervenida en enero de 1950 en el Instituto del Diagnóstico: “(…) Fue sometida a una intervención quirúrgica de apendicitis aguda, sin complicaciones –mentía el parte médico– Su estado general es satisfactorio”. La comedia de las falsas enfermedades siguió hasta que Ivanissevich le rogó: “¡Déjese curar, señora!” y Eva lo despachó con un carterazo en el pómulo y un grito de coraje desesperado: “¡Yo no estoy enferma!”.

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Sí, lo estaba. Y por qué no quiso ser tratada es uno de los grandes enigmas de su vida que sólo duró treinta y tres años, en los que apenas actuó ocho en la vida social y política del país sin ocupar jamás un cargo electivo, y que, sin embargo, dejó una impronta que lejos de desvanecerse en el tiempo, parece permanecer intacta. Quienes han intentado emularla, incluso en el recurso banal de una encendida oratoria, se han ganado con honores un espacio en el ridículo de la historia argentina.

En 1951, ya con el mal avanzado, Eva Perón impulsó el voto femenino porque era, además de un derecho, una garantía del triunfo electoral de Perón, que iba por la reelección tras una reforma de la Constitución. Eva aspiró a ser compañera de fórmula de Perón. Pero, en agosto de ese año, ya fuere por su enfermedad, o por presiones militares, o por ambas razones, debió renunciar a toda ambición en el mismo dramático acto en el que iba a ser consagrada. Se conoció como “Cabildo Abierto del 22 de agosto”, una gigantesca marcha popular, iluminada por antorchas, en la que, de golpe, Eva Perón pidió tiempo para pensar en dar el sí que ya tenía decidido dar.

Eva Perón renunció a su candidatura, por radio, el 30 de agosto. Aquella frustración que había tironeado al país entre sus deseos y su impotencia, se transformó en un acto de dignísima rectitud; y la gran frustración de Eva fue presentada como un gran acto de lealtad por el que fue premiada con una medalla que le sería entregada en un acto de la liturgia peronista que consagraba la fidelidad: el del 17 de octubre.

“Yo no quise ni quiero nada para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo. Y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria”, dijo Evita.

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El 1, Día del Trabajador y otra fecha de la liturgia peronista, daría desde la Plaza de Mayo su último discurso. Era consciente de su muerte. Lo dijo en otro de sus mensajes furibundos y violentos, acaso el inicio de la grieta, que llenaban de fervor a sus seguidores y de odio a sus adversarios. “Aquí está la respuesta, mi general (…) es el pueblo humilde de la Patria que aquí, y en todo el país, está de pie y lo seguirá a Perón (…) Lo seguirá contra la presión de los traidores de adentro y de afuera que, en la oscuridad de la noche, quieren dejar el veneno de sus víboras en el alma y en el cuerpo de Perón. Y yo le pido a Dios que no les permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón, porque ¡guay de ese día! ¡Guay de ese día! Ese día, mi general, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la patria, muerta o viva, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista”.

El 29 de junio firmó su testamento. Un documento que empezaba: “Quiero vivir eternamente con Perón y con mi pueblo. Esta es mi voluntad absoluta y permanente y es, por lo tanto, mi última voluntad”, y era un auto de fe peronista y una entrega a Perón con un candor casi juvenil. Su vida comenzó entonces a extinguirse con enorme rapidez.

La lucidez sobre su destino no abandonó a Eva Perón hasta que entró en coma. A las once de la mañana del 26 de julio, ya muy grave, dijo a su familia: “Me voy a descansar. Eva se va… Eva se va…” Antes de cerrar los ojos, miró a su madre y dijo: “La flaca se va…” Luego, se durmió. La agonía duraría aún otras seis horas.

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