Reelecciones indefinidas: la falencia democrática que encubre cierto ¿autoritarismo?

Desde políticos comunales hasta gobernadores. Desde sindicalistas hasta presidentes de clubes de fútbol. Cuando las reelecciones indefinidas pone en jaque no solo la democracia real sino los sistemas de control de gestión

Una democracia sin alternancia no es una democracia verdadera. Y, lamentablemente, en muchos rincones del país -y de nuestra cultura política- hemos naturalizado una anomalía peligrosa: la permanencia indefinida en el poder -vale aclarar que en esos casos está avalada por la misma Constitución o estatutos-. Intendentes que se reciclan cada cuatro años, sindicalistas que heredan sus gremios como si fueran feudos, y dirigentes de clubes deportivos que transforman las instituciones en sus cotos privados. Todos invocan la voluntad popular, pero detrás de esa acción democrática se escondería algo mucho más oscuro: el uso del poder para perpetuarse.

Este sábado, por ejemplo, se produjo una nueva re-reelección consecutiva de Mario Leito como presidente del Club Atlético Tucumán. Leito lleva en el poder desde el año 2008 y, al finalizar este nuevo mandato -en el 2028- cumplirá 20 años al frente de la institución. Dos décadas manejando los destinos de un Club que debería ser de los socios, no de un solo hombre. Y aunque se apele al voto de las urnas, ¿Qué tan libres son esas elecciones cuando el aparato institucional está completamente controlado por quien busca seguir al mando?

Este caso no es aislado. Basta mirar al conurbano bonaerense para encontrar a los llamados “barones” que gobiernan municipios desde hace años. Algunos con récords de permanencia que avergonzarían incluso a los regímenes más autoritarios. O revisar los nombres de los líderes sindicales que, lejos de representar a sus trabajadores, han hecho de sus gremios una empresa personal: el que menos tiempo lleva en el poder, acumula quince años de mandato.

La trampa está en el discurso: “Que compitan en las urnas”, dicen. Pero compiten en absoluta desigualdad de condiciones. Porque quien ya está en el poder controla el presupuesto, el personal, la logística, los medios internos, los recursos comunicacionales, el aparato institucional y, muchas veces, hasta la voluntad de quienes dependen de esos puestos para subsistir. ¿Cómo se le puede ganar una elección a alguien que no sólo es candidato, sino dueño del escenario, del micrófono y del reglamento? Es complicado, muy, pero tampoco es imposible.

Las reelecciones indefinidas generan un ecosistema de impunidad. El que manda por muchos años no sólo acumula poder, también neutraliza los mecanismos de control, anula la crítica interna y minimiza a la oposición. En muchos casos, esto podría derivar en corrupción, en manejos turbios, en compras de voluntades. Cuando no hay posibilidad de alternancia, no hay incentivos para gobernar bien. Porque es difícil perder.

La democracia no es sólo votar. Es también garantizar condiciones equitativas, es fortalecer las instituciones y es, sobre todo, permitir que haya recambio. El mandato limitado -en cualquier institución-, con posibilidad de una sola reelección, es una regla sana, razonable y republicana. Todo lo que exceda ese marco empezaría a teñirse de autoritarismo solapado.

La permanencia indefinida, en cualquier cargo, no es un signo de gestión eficiente. Es, muchas veces, la señal de una estructura perversa que se resiste a soltar el poder, que confunde conducción con propiedad y liderazgo con dueño.

Si realmente queremos fortalecer nuestras instituciones -sean municipios, sindicatos o clubes- debemos terminar con esta lógica de los “caciques eternos”. Porque la democracia no se mide por la cantidad de elecciones, sino por la calidad del juego democrático. Y en ese juego, la alternancia no es una opción: es un principio.

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