Sin salud no hay vida. Sin vida, no hay futuro. Pero en la Argentina de hoy, quienes sostienen el sistema sanitario apenas pueden sostenerse a sí mismos
Los médicos -esos que alguna vez aplaudimos desde los balcones durante la pandemia- siguen ahí. Agachando la cabeza. Atendiendo como pueden. Sin horarios, sin reconocimiento, sin descanso. Con sueldos indignos que no alcanzan ni para vivir con decencia ni para ejercer la medicina como se debe.
La paradoja brutal
En este país, un bancario, un chofer de colectivo, un empleado de comercio o un mecánico ganan, en promedio, más que un médico que estudió diez años o más, que hizo una residencia sacrificada, que duerme poco y vive corriendo de un hospital a un consultorio privado para poder pagar el alquiler y la matrícula profesional.
¿En qué momento la salud dejó de ser prioridad? ¿Cómo llegamos al absurdo de que alguien que salva vidas no pueda sostener la suya?
Del aplauso al olvido
Durante el pico del COVID-19, los médicos fueron nuestros héroes. Nos aferramos a ellos en la desesperación. Les pedimos milagros. Les exigimos lo imposible. Y ellos respondieron: trabajaron sin equipos, sin francos, sin certezas. Algunos murieron. Muchos quedaron quebrados física y emocionalmente.
Pero una vez que pasó el pánico, pasaron también los aplausos. Y volvió lo de siempre: los sueldos bajos, los hospitales colapsados, los turnos eternos, la indiferencia. La salud pública y privada en Argentina está sostenida, a duras penas, por un recurso humano al borde del colapso.
Pluriempleo y agotamiento
La gran mayoría de los médicos no tiene un solo trabajo. Tienen dos, tres o más. Van del hospital público al sanatorio privado. De ahí al consultorio. Y en cada lugar, atienden decenas de pacientes por jornada. Sin tiempo para estudiar, actualizarse, reflexionar o simplemente descansar.
Y esa realidad tiene consecuencias. Médicos agotados, mal pagos, desmotivados, que no pueden brindar lo mejor porque el sistema no se los permite. La precariedad no es solo laboral. Es clínica. Es humana. Y hasta intelectual.
¿Quién va a atendernos mañana?
Cada vez hay menos residentes. Menos jóvenes que eligen especialidades críticas. Menos vocaciones. Porque los que están adentro ya les contaron cómo es. Porque el sacrificio que se pide no tiene ni recompensa ni futuro. Porque la medicina argentina está dejando de ser una carrera, para convertirse en una condena.
Y llegará el día -no tan lejano- en que no haya suficientes médicos. No porque no se los necesite, sino porque no se los cuidó.
El valor del trabajo, no del milagro
Un médico no es un Dios. No es un mártir. No es un sacerdote que vive del aire o de la limosna. Es un profesional. Un ser humano que eligió lidiar con el dolor y las miserias ajenas. Que acompaña, que cura, que consuela. Y merece algo básico: una retribución digna.
Porque cuando un ser querido enferma, cuando la urgencia golpea la puerta, no vamos a buscar a un influencer ni a un político ni a un contador. Vamos directo al consultorio. Al hospital. A ese médico al que luego le negamos el sueldo que merece.
La medicina no puede seguir dependiendo del sacrificio individual. El juramento hipocrático no es una condena al empobrecimiento. Es un compromiso ético, no un contrato de esclavitud.
La pregunta urgente
¿Vamos a esperar a que no quede nadie para que nos atienda? ¿A que un sistema fundido nos devuelva lo que nosotros no quisimos invertir?
La respuesta está en nuestras manos. En las políticas que se exigen. En el reconocimiento que se otorga. En entender, de una vez por todas, que sin médicos no hay salud, y sin salud no hay futuro.
SIN CODIGO