En la ciudad de Rosario, Santa Fe, camina 20 cuadras todos los días barriendo cordones desde hace varios años.
Darío Giusepponi tiene 37 años. Su papá es taxista y su mamá es ama de casa. Tiene tres hermanos y en su casa nunca faltó ni sobró nada. Cuando terminó la secundaria quiso empezar Medicina, pero por entonces había un exámen de ingreso estricto que lo dejó afuera. En 2011 fue por la revancha, ya trabajaba como barrendero. Los horarios le permitían estar libre después del mediodía y se anotó en el turno noche. No fue fácil, los exámenes, los horarios, una vida académica que le costó adaptarse. Pero hubo algo más fuerte: “Siempre tuve claro que quería ser médico. Si me preguntan dónde quiero pasar el resto de mi vida, pienso en un hospital”, dice Darío.
Esa confianza y la ayuda del Sindicato de Recolectores, lo empujaron a seguir estudiando. El martes 6 de diciembre rindió su última materia, pediatría.
La carrera de médico es larga, estricta y demanda muchas horas de práctica. Compatibilizar horarios de estudio y trabajo es una misión compleja: el 25% de los estudiantes tienen también un empleo. Aún así, tampoco es imposible.
“Cuando me recibí, mis compañeros de trabajo festejaron conmigo. Creo que lo sintieron como una victoria suya también”, cuenta Darío. Y dice: “la gente tiene una idea equivocada del barrendero, nos piensan como personas sin instrucción, algunos nos tratan con algo de desprecio también, por eso creo que mi historia los llena de orgullo”.
La historia de Darío inspiró a otros recolectores a querer estudiar. “No es raro. Este es un trabajo bien pago, pero muy duro”, afirma y pregunta: “¿Conocés a algún chico que de grande quiera ser barrendero?”.
“Muchos me preguntan por qué quiero cambiar de trabajo, si con lo que gano ahora estoy bien. Pero el tema no pasa por el dinero, sino por lo que quiero para el resto de mi vida. Desde el día que llegué a la facultad supe que me apasionaba estar en un hospital, en un centro de salud”, dijo Darío.
