El último abrazo del pastor del mundo

En la mañana en que el mundo se despertó sin el Papa Francisco, el aire pareció quedarse en silencio

Como si la humanidad entera se inclinara, por un instante, para despedir al hombre que supo ser pastor, padre y guía en tiempos de incertidumbre. Jorge Mario Bergoglio, el Papa venido del sur del mundo, se fue como vivió: sin estridencias, con humildad y en paz, rodeado del amor de su pueblo.

Su pontificado marcó una época. No por grandes gestos de poder, sino por lo contrario: por una renuncia constante a todo lo que no fuera esencial. Su elección del nombre Francisco no fue un símbolo vacío. Fue una declaración de principios, un compromiso profundo con la opción preferencial por los pobres, con el cuidado de la creación y con la construcción de la paz.

Francisco fue, sobre todo, un párroco universal. Caminó junto a los que sufren, abrazó a los marginados, lloró con los que lloran y rió con los pequeños de la tierra. Desarmó protocolos, bajó del trono de Pedro y eligió siempre la silla más humilde. Prefirió el lenguaje de los gestos al de los discursos. En su sencillez, enseñó más que con cualquier encíclica: que la Iglesia debía ser un hospital de campaña, que los pastores debían oler a oveja, que nadie debía quedarse afuera del abrazo de Dios.

Su valentía para emprender reformas profundas dentro de la Iglesia quedará en la historia. Se atrevió a enfrentar estructuras caducas, a cuestionar privilegios, a pedir perdón por los errores del pasado y a abrir puertas que durante siglos habían permanecido cerradas. Con paciencia franciscana y una terquedad serena, fue sembrando futuro.

Fiel a su devoción por María y por el rol silencioso pero esencial de las mujeres en la Iglesia, reconoció su labor pastoral y espiritual, y llamó a darles el lugar que les corresponde. Defensor incansable de la vida en todas sus formas, fue una voz ineludible contra las guerras, la violencia, el descarte, la pobreza y el olvido. En un mundo convulsionado, su grito fue claro: “¡No a la guerra! ¡Sí a la paz!”

Tampoco se puede olvidar su llamado urgente al cuidado de la casa común. En Laudato Si’, conmovió conciencias y gobiernos, uniendo ciencia, espiritualidad y responsabilidad en una causa común: salvar el planeta y proteger a los más vulnerables.

Sus últimos días fueron un testimonio más de su entrega. Superó una terapia intensiva con la fortaleza de los que se saben sostenidos por la fe. Y cuando parecía que su cuerpo ya no podía más, se levantó una vez más, para estar con su gente. Apenas unas horas antes de su partida, con el rostro marcado por el dolor pero los ojos encendidos de amor, dio su última bendición en una Semana Santa que quedará grabada en la memoria del mundo.

Murió como quiso: sin ostentaciones, en su casa, en paz. No buscó monumentos ni funerales fastuosos. Quiso descansar como vivió, con la sencillez de los grandes. Dejó un legado inmenso y un vacío difícil de llenar, pero también dejó el mapa para seguir caminando: amar sin medida, servir sin cansancio, vivir con humildad.

El Papa Francisco no fue sólo un líder religioso. Fue un testigo. Un hombre que con su vida habló de Dios más que con sus palabras. El pastor que no se encerró en palacios, sino que salió a las periferias del alma y del mundo. El obispo de Roma que enseñó a no tener miedo, a salir, a encontrarse, a sanar.

Hoy, el mundo lo llora. Pero también lo agradece. Porque pasó entre nosotros alguien que, como San Francisco, nos enseñó que la fe verdadera es la que se convierte en ternura, justicia y esperanza.

Hasta siempre, Francisco. Buen viaje, Pastor de la Paz.

TICHO para SIN CODIGO

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