La ex presidente, condenada y en prisión, está atravesando el tramo final de su carrera política
Aunque se resista con “uñas y dientes”, aunque todavía conserve privilegios y siga gritando desde el balcón -de su prisión- como si el tiempo no hubiera pasado, el ciclo kirchnerista ha entrado en fase terminal. Y en este ocaso, se revela no sólo su debacle política, sino también su estado emocional: desquiciada, desorientada, agresiva, fuera de sí.
Condenada por corrupción, inhabilitada de por vida para ejercer cargos públicos, Cristina ya no construye, no propone, no lidera: ataca. Insulta a los jueces de la Corte -a quienes llama títeres- ; le dice “payaso” al Presidente Milei y “fracasada” a la ministra de Seguridad Nacional Bullrich. Ya no disputa poder: dispara odio en todas direcciones, como quien presiente que el final está cerca y no tiene más que decir.
Y aunque aún conserva un núcleo de fanáticos -ese “grupo” que la sigue a ciegas- hasta ese fervor tiene fecha de vencimiento. Hoy son cientos gritando en la puerta de su casa. Mañana serán decenas. En seis meses, quedarán el hijo, la cuñada y uno que otro nostálgico aferrado al mito. Pero el resto del país habrá girado la página.
Porque en Argentina todo se olvida rápido. Y Cristina pasará a ser parte de los libros, sí, pero no como heroína de la democracia. Quedará registrada como la dirigente más corrupta de la historia argentina contemporánea, la primera ex presidente condenada e inhabilitada, el símbolo de una época oscura donde el Estado fue saqueado mientras se hablaba de derechos y justicia social.
La mitología construida durante años se desvanece en el barro de la realidad Judicial y la crisis de representación. El peronismo ya toma distancia. Y lo hace con el pragmatismo brutal que lo caracteriza: acompaña hasta la puerta del cementerio, pero no se entierra con nadie. El cadáver político de Cristina ya huele a olvido.
Y sin embargo, ella baila en su balcón. Manda cartas, escribe discursos, lanza indirectas y hasta amenaza con volver. Pero ya nadie escucha con atención, porque la historia empezó a pasarla de largo. La Argentina del futuro no tiene lugar para los relatos viejos, ni para los caudillos de pantallas y balcones. El país que emerge será distinto -para bien o para mal-, pero ya no tendrá espacio para los íconos de un populismo decadente.
Cristina Fernández de Kirchner está políticamente afuera. Y aunque se mueva, hable y grite, lo único que queda vivo es el mito de lo que alguna vez fue. Y hasta ese mito, pronto, caerá en la trampa del olvido.
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