La Argentina va cerrando el ciclo de la hipocresía política. Los viejos dirigentes siguen mintiendo y los ciudadanos siguen comprando. Pero un nuevo tiempo ya empezó, aunque muchos aún se resistan
Por SIN CODIGO
Todo en la vida es cíclico. Nada dura para siempre. Hay ciclos que marcan una década o algo más, y tarde o temprano se agotan. En la Argentina parece haberse cerrado uno de los más nocivos: el ciclo de la hipocresía.
La hipocresía -esa manera de fingir cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan- está en todos lados: en la sociedad, en la iglesia, en las relaciones personales. Pero cuando se instala en la política, el daño es devastador. Porque de esos políticos hipócritas dependen decisiones que marcan el futuro de millones de ciudadanos.
Durante décadas, los dirigentes políticos de la vieja escuela se enriquecieron en nombre de los pobres. Repiten como un mantra que “defienden a los humildes”, mientras construyen fortunas a costa de multiplicar la pobreza. Cuanto más dependiente es la gente, más poder acumulan ellos. Esa es la verdadera maquinaria de la hipocresía: un pueblo esclavizado por su propia necesidad.
La mentira como sistema
En campaña electoral, el político te mira a los ojos y te promete el oro y el moro. Y vos sabés que te está mintiendo. Sin embargo, lo votás. Es una hipocresía compartida: él finge que va a cumplir, vos fingís que le creés. Y así, se sostiene un sistema donde la esperanza se roba a fuerza de engaños.
La trampa llega a niveles insólitos: las candidaturas testimoniales. Vale aclarar que son legales, pero absolutamente ilegítimas. Es como pagarle a un médico prestigioso para que te atienda y que, llegado el momento, te reciba un practicante. Una estafa con todas las letras, avalada por la política.
En Tucumán, por ejemplo, un gobernador encabeza una lista a diputado nacional sabiendo que nunca asumirá. No es candidato, es cartel publicitario. Usa su nombre para arrastrar votos y, una vez ganada la banca, se la entrega a otros que el pueblo no hubiera elegido. Hipocresía en estado puro.
La sociedad también juega su papel. Exige renovación, caras nuevas, ideas diferentes. Pero cuando alguien aparece fuera del esquema tradicional, se lo descalifica con la frase: “a ese nadie lo conoce”. Entonces se prefiere lo “conocido”, aunque lo conocido nos haya condenado a la decadencia. La comodidad de la miseria se vuelve costumbre.
El mito del Estado presente
El “Estado presente” es la gran mentira. En realidad usado como slogan de campaña. Si hubiera funcionado, hoy tendríamos autopistas modernas de punta a punta del país. Hospitales públicos mejores que las clínicas privadas, con médicos peleando por entrar en ellos. Escuelas en condiciones dignas, sin chicos que sufran calor en verano o frío en invierno.
La realidad es otra: para acceder a cualquier beneficio del Estado hay que tener contactos, pagar favores o entregar coimas -en muchos casos-. El “Estado presente” es, en verdad, corrupción presente.
La hipocresía política y social ha llegado a un límite. El ciclo está agotado. Un nuevo tiempo se abre, aunque la resistencia al cambio sea feroz. Porque dejar atrás la comodidad de la dependencia para abrazar la cultura del trabajo, el ahorro y la autonomía individual cuesta. Y duele.
Pero no hay otro camino: el progreso real solo llega cuando cada ciudadano se convierte en dueño de su destino, y no en rehén de un Estado hipócrita y corrupto.
Basta de hipocresía. Un nuevo ciclo ha comenzado. El que no lo entienda, quedará atrapado en un país que ya no existe.