En reposo, y mientras se recuperaba, empezó a pintar. El dolor y el sufrimiento fueron el centro de una vida y una obra con amor, infidelidades y audacia
Fue en 1953. La Galería de Arte Contemporáneo de la Ciudad de México organizó una muestra dedicada exclusivamente a la obra de Frida Kahlo, que llevaba casi veinte años pintando. Esa muestra sería la única individual sobre su obra que se organizaría en su país de origen estando ella viva. Faltaba apenas un año para su muerte y su salud, históricamente deteriorada, estaba más frágil que nunca. Tan frágil que los médicos le dijeron a Frida que tenía absolutamente prohibido salir de su casa para asistir a la inauguración.
Frida llegó en ambulancia a la galería. La cama de hospital en la que la trasladaron se instaló en medio del salón principal de la galería. La artista contó chistes, cantó, bebió. Disfrutó del reconocimiento en su tierra y del éxito de aquella tarde. De ser el centro de atención y de que su obra pictórica fuera celebrada. Al otro día, una de las críticas que se publicó en los diarios mexicanos decía: “Es imposible separar la vida y obra de esta persona… sus pinturas son su biografía”.
Kahlo nació con espina bífida, una afección genética que había impactado a otros integrantes de su familia y que afecta el desarrollo de la columna vertebral. Ese diagnóstico fue el primero de muchos, que irían sumando dolores crónicos y complicaciones cada vez más graves. A los seis años llegó un segundo diagnóstico difícil: poliomielitis. La enfermedad, provocó que su pierna derecha fuera mucho más flaca que la izquierda y que sufriera además problemas de circulación que sumarían otro gran dolor crónico. Además, tuvo que retrasar su ingreso a la escuela por varios meses, lo que la alejó de sus pares y empezó a aislarla. Esa pierna tan flaca sería la que Frida taparía habitualmente en sus autorretratos con faldas largas, como una muestra de su énfasis en ocultar lo que le había pasado. Pero para que se convirtiera en pintora faltaba.
El 17 de septiembre de 1925, el autobús en el que viajaba con su novio de entonces, Alejandro Gómez Arias, fue arrollado por un tranvía y quedó completamente destruido contra una pared. Faltaba que una baranda metálica le atravesara la pelvis, le fracturara el hueso pélvico en tres partes y saliera por su vagina. Y que el impacto le rompiera además dos costillas, y la clavícula. Y que la pierna derecha, la que la polio había deteriorado, se quebrara en once partes, y que ese pie se dislocara. Faltaba esa tragedia que casi la mata a los 18 años, que la destrozó y que la convirtió en una de las artistas más importantes del siglo XX.
A lo largo de su vida, Kahlo atravesó al menos 32 cirugías documentadas para recomponer ese cuerpo que quedó dañado para siempre esa tarde de 1925. Y esa recuperación, las condiciones de esa recuperación, que implicaron el uso de corsets de yeso durante buena parte de los casi treinta años que le quedarían de vida, fueron las que habilitaron su vocación artística.
La quietud total a la que la sometió su tragedia cambió sus posibilidades y, entonces, sus prioridades. Fue su padre el que recordó la caja en la que había guardado una paleta, unos pinceles y algunos colores al óleo en su tallercito de fotografía en la Casa Azul del distinguido barrio de Coyoacán, en la capital mexicana.
En esa casa había nacido Frida, en esa casa moriría y en esa casa funciona hoy el museo que la honra. En esa casa empezó su obra cuando su padre le acercó esa caja y, junto a su madre, instalaron un atril especialmente diseñado por un carpintero para que se adaptara a la cama en la que Frida cumplía reposo, y un espejo sobre la cama que le permitía verse. Era el génesis de los autorretratos que recorrerían el mundo y que se convertirían en el centro de su producción.
Frida pintaba a sus hermanas, a los amigos que iban a visitarla y al reflejo que le devolvía el espejo. Pintaba cada vez mejor y cada vez más, y en septiembre de 1926, un año después del accidente que había sufrido, firmó su primer autorretrato al óleo y se lo dedicó a Gómez Arias, que todavía era su novio. Había empezado a reflejar en sus obras los sucesos de su vida, sus estados de ánimo y al mundo que la rodeaba, un punto de vista que no abandonaría nunca y que la llevaría a terminar unas 150 obras.
Fue justamente en medio de su acercamiento al Partido Comunista Mexicano que se produjo también su acercamiento a su gran amor, Diego Rivera, pintor como ella y quien estaría a cargo de sus cuidados hasta el día de la muerte de Frida. Y que sería también el hombre que le rompió el corazón.
Habían pasado casi quince años desde la tarde trágica cuando sus obras llegaron a los más selectos salones de la vanguardia parisina. André Breton se obstinó en convencer a Frida de que sus pinturas eran surrealistas y ella le aseguraba que no: que eso que ella pintaba, así como lo pintaba, era su propia vida. Fue ella la primera artista mexicana que pasó a formar parte de la colección permanente del Museo del Louvre en esa ciudad, y fue ella quien gozó de la admiración de Breton y también de Picasso, Kandinsky y Duchamp.
En vida, Estados Unidos fue la meca del reconocimiento a la obra de Frida. El Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), el Instituto de Arte Contemporáneo de Boston y el Museo de Arte de Filadelfia la convocaron a participar de destacadas exposiciones colectivas. Detroit, una de las dos ciudades de ese país en las que pasó más tiempo junto a Diego Rivera, es el escenario de una de sus pinturas más dolorosas: “Henry Ford Hospital”, también llamada “La cama voladora”.
“La pintura ha llenado mi vida. He perdido tres hijos y otra serie de cosas que hubiesen podido llenar mi horrible vida. La pintura lo ha sustituido todo. Creo que no hay nada mejor que el trabajo”, escribió alguna vez en su diario.
Al dolor de esas pérdidas, y al dolor físico que le producían las secuelas del accidente, de la polio y de la espina bífida, se sumó el de una infidelidad distinta a todas las demás que solía cometer Rivera. Diego engañó a Frida con Cristina, la hermana menor de la artista, y eso fue una herida que nunca dejó de sangrar. La pareja se divorció y, aunque volvieron a casarse un año después, nada fue como antes. Frida también empezó a tener relaciones extramatrimoniales -algunas con varones, otras con mujeres- y Diego no perdió las mañas. Pero la compañía que se hacían artística, política y familiarmente estaba firme. Y estaría firme hasta el final.
El dolor y el sufrimiento eran protagonistas de los poemas que escribía en ese momento, como también habían sido centro de tantas de sus pinturas. Su diario da cuenta de ese malestar. En febrero de 1954 escribió en esas páginas sobre esas intenciones de quitarse la vida y describió los dolores psíquicos y físicos tras la amputación como “una gran tortura”. Diego Rivera era, contaba ella misma, lo único que la mantenía con vida: no deseaba abandonarlo porque tenía “la vanidad” -en sus propias palabras- de creer que él no podría vivir sin ella.
A mediados de abril de 1954 tuvieron que hospitalizarla por otro intento de suicidio y en mayo también. Murió el 13 de julio en 1954 en la casa en la que había nacido y crecido, y en la que se había convertido en una pintora como ninguna otra. Tenía 47 años. La Casa Azul, que ahora es un museo sobre su vida y su obra, está pintada de un azul inolvidable por lo vital, y adentro están su silla de ruedas, algunos de los corsets que pintó, los óleos que la acompañaron desde su convalecencia adolescente hasta el final y sus cenizas. Su despedida fue pública, en el emblemático Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México. Su féretro estuvo envuelto en la bandera del Partido Comunista Mexicano y para la prensa nacionalista eso fue un escándalo.
Su acta de defunción dice que la causa de su muerte fue una embolia pulmonar. Pero la escritora Martha Zamora, biógrafa de Frida y gran investigadora sobre su vida, asegura que las causas pudieron haber sido otras dos: el inexorable deterioro de un cuerpo que acumulaba padecimientos y mutilaciones, o un suicidio involuntario tras una sobredosis de demerol, uno de los opioides que utilizaba para aliviarse.
Su último cuadro, pintado el año de su muerte, dice “Viva la vida”. Lo último que escribió en su diario, también en 1954, dice: “Espero alegre la salida y espero no volver jamás”.
Datos de Julieta Roffo, Infobae