Hasta las elecciones del 26 de octubre habrá un desfile de titulares apocalípticos. La economía convertida en reality show, las predicciones catastrofistas como entretenimiento nacional, la ansiedad colectiva como deporte de masas
Por SINCODIGO
Los argentinos estamos locos de remate. No hay otra explicación para justificar esta rara forma de vivir, sobre todo, cada dos años cuando hay elecciones. Y lo peor es que lo sabemos, pero insistimos en repetir la historia como si estuviésemos condenados a un círculo vicioso de autodestrucción. Somos un país que lo tiene todo y, sin embargo, no logra ser nada. Un país bendecido por la naturaleza pero maldecido por sus propios habitantes.
Cada dos años, como un ritual macabro, entramos en modo abismo: elecciones, incertidumbre, rumores de crisis, y la prensa amplificando la histeria colectiva con el dólar -machacándote cada hora sobre su valor-, el riesgo país y los bonos como si fueran la final de un mundial. Todo narrado con vehemencia, con ese dramatismo exagerado que contribuye a que millones de argentinos, ya frágiles de por sí, vivan con la psicosis instalada de que “se acaba todo”.
El espectáculo se repite: “Milei acorralado”, “el lobo viene y se come a las ovejas”, “los mercados tiemblan”. Periodistas que llenan horas de aire o columnas de tinta para justificar su sueldo, alimentando el incendio mental de una sociedad que parece más un manicomio a cielo abierto que un país en busca de futuro. La gente solo habla del dólar, salen a comprar, salen a vender. Histeria pura. Se acaba todo, dicen. La culpa es de los políticos, exclaman. Equivocados. Cada ciudadano es culpable de su propio destino, porque el político llega con tú voto. Te podés equivocar una, dos. tres veces pero ¿equivocarte desde hace 40 años? Ya habla de una patología colectiva.
Lo grave es que actuamos sin memoria. Ni siquiera como los animales, que aprenden del dolor para no repetirlo. Nosotros no. Cada generación repite los mismos errores con idéntico entusiasmo autodestructivo. Y así seguimos, al borde de la cornisa, mirándonos en el espejo de nuestra propia demencia.
Los próximos 35 días serán un desfile de titulares apocalípticos, cada día. Mejor dicho, cada hora. La economía convertida en reality show, las predicciones catastrofistas como entretenimiento nacional, la ansiedad colectiva como deporte de masas. Todo mientras nos olvidamos de lo esencial: vivimos en una tierra sin guerras, sin catástrofes naturales, con climas diversos, con una fertilidad que asombra. Plantás lo que quieras y florece. Y, aun así, en lugar de agradecer, nos dedicamos a dinamitar nuestro propio futuro. SOMOS DESAGRADECIDOS DEL LUGAR QUE NOS TOCÓ VIVIR.
¿Puede ser falta de educación? Sí. Pero hay algo más grave en el argentino. Porque incluso los pueblos más atrasados tienen instinto de supervivencia, y amor por su Patria. Es otra cosa: una vocación enfermiza por el autoboicot, por arruinar lo que podría ser grandeza.
Cada vez que intentemos destruir a nuestro país, pensemos en Medio Oriente, en Ucrania, en cómo viven algunos países africanos, en Cuba o en Venezuela, o en tantos países que viven en guerra permanente donde no tienen ni para tomar agua.
Somos unos desagradecidos. Y lo único que queda, quizás, es pedirle a Dios y a la naturaleza que sigan acompañando a este país psiquiátrico, a pesar de nosotros mismos.
