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Diego Bustamante, el joven que adoptó siete niños y decidió dedicar su vida entera a combatir la desnutrición infantil; es fundador y director de Pata Pila, ONG que trata a más de 1300 menores en el Norte y el Centro del país

Una cacheta a los políticos que, durante décadas, dejaron que un país rico como Argentina creciera, escandalosamente, la pobreza e indigencia infantil. La “casta” habla de presupuestos insuficientes para combatir el hambre, y este hombre les demostró que cuando se quiere cambiar algo, vale solo el propósito.

Diego Bustamante tenía 27 años -año 2010-, todavía vivía en Recoleta (CABA) junto a su familia y estaba misionando junto a un grupo de frailes y laicos franciscanos en el norte de Salta.

“Habíamos estado toda la semana visitando las casas, yendo a tomar mate con las familias, y como teníamos dos médicos en el equipo misionero, un día hicimos una maratón de salud. Convocamos a las familias y de repente miré y había dos cuadras de fila para atenderse. Ahí me di cuenta que estaban pasando cosas muy serias, más allá de la pobreza. Empecé a escuchar sus problemas y me empecé a agarrar un poco de los pelos. Se me armó un nudo en la panza. Con el tiempo, fui transformando esos nudos, esas frustraciones y esas impotencias en ganas de resolver y de generar cosas”, cuenta años después.

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Bustamante tiene hoy 41, es padre adoptivo de siete hermanos -son de Santiago del Estero- y es el fundador y el director general de Pata Pila, una organización sin fines de lucro que trata principalmente la desnutrición Infantil y la promoción humana en 74 comunidades del país, la mayoría de la provincia de Salta, y tiene centros de atención, jardines de infantes y hogares de niños.

Cuenta los detalles de una historia única, su vida, pero además las oscuridades de una realidad cada vez más común en el país, ante la cual la mayor parte de la sociedad, dice él, hace oídos sordos. “Hay un ejército de gente que vive fuera del sistema, niños que crecen con muchas ganas, pero se transforman en adolescentes que miran al costado y no ven ninguna oportunidad, y entonces terminan en la droga o en el consumo del alcohol. ¿Por qué? Porque no pueden soñar”.

Al terminar el secundario empezó y abandonó varias carreras, mientras iniciaba su camino junto a un grupo católico liderado por frailes franciscanos.

“Con los frailes aprendí el valor de acompañar a otros pero no desde un lado de superioridad o porque sos un chico rico y podés, sino simplemente porque creés que vale la pena compartir la vida, y que en el compartir con el otro vas transformando la pobreza que vos también tenés internamente”, cuenta.

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Primero se mudó al campo de su familia, en Gualeguay, donde, además de trabajar, comenzó a hacer apoyo escolar en sus horas libres. Pero luego de su experiencia en Salta decidió instalarse en Santiago del Estero para trabajar enfocado en la desnutrición infantil como parte de la ONG Haciendo Camino. Allí, a sus 29 años, presenció la primera muerte de un niño, la muerte que más lo afectó y que marcó su rumbo.

“No me olvido más, se llamaba Alicia Nélida Luna, era una bebé de seis meses. Yo justo estaba empezando a acompañar a su familia. Se murió y nunca en mi vida lloré tanto. Ahí supe que iba a entregar mi vida para que eso no pase más en este país. Y después empecé a pensar: Bueno, ¿Qué pasa con todas las comunidades de la frontera de Salta en las que yo había misionado? Yo sabía que vivían muy, pero muy mal. ¿Quién está trabajando allá? Yo tenía un vínculo con los franciscanos, así que decidí irme a vivir a allá y ahí apareció la idea de armar Pata Pila”, cuenta.

Bustamante se mudó solo a una pequeña casilla misionera (una habitación con un baño) que tenían los frailes de la región en la comunidad de Yacuy, a 19 km de Tartagal, y ahí empezó todo.

“Ahí me encontré con las mismas situaciones que veo hoy en otros lados, honestamente, porque hay 500 comunidades en la región. Me encontré con muchos niños en situación de desnutrición, con niños que se morían, al igual que hoy, en el hospital de Tartagal. También me encontré con mucha imposibilidad de las familias para acceder a un trabajo, con familias que por ahí comían algunos días y otros no”, cuenta.

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Con respecto a cómo comenzó con Pata Pila, cuenta: “Primero fui a pasar la experiencia por el cuerpo, a conocer cómo es no tener agua porque se corta, cómo es tener 50 grados de calor y no tener electricidad porque también se corta todo el tiempo. No iba como Salvador, yo fui a aprender, a ponerme al servicio del enfermero, de las monjas, de los frailes que estaban en la región, de los directores de las escuelas, de los gerentes de los hospitales. Escuchar, aprender y ver qué podía aportar”.

Y continúa: “El primer paso fue adaptar la metodología Conin que había aprendido en Santiago del Estero a la realidad de las comunidades originarias del norte del país. También empezó a convocar voluntarios -cuando terminó el primer año ya eran 10 personas viviendo allá, entre ellos, asistentes sociales, psicólogos, nutricionistas y psicopedagogos- y, sobre todo, a buscar fondos”.

Diego cuenta que el primer apoyo económico fue su misma familia. Pata Pila creció a pasos agigantados. Del apoyo de sus parientes y amigos, Pata Pila, que significa pies descalzos, pasó a contar con el apoyo de cientos de familias -a través de un sistema de padrinazgo-, de empresas y hasta de un programa de cooperación internacional de la Unión Europea. Gracias a esos aportes, en los últimos ocho años la organización llegó a trabajar en cuatro provincias, atendiendo a más 1.300 niños con un equipo de 85 personas. Pata Pila tiene hoy distintos centros, entre consultorios, jardines de infantes, talleres de oficios, dos hogares de niños y una escuela que aún no está terminada. También ha gestionado y financiado la creación de pozos y de conexiones de agua para que las distintas comunidades puedan acceder al agua potable.

“Entendimos que Pata Pila tiene que estar en la línea directa de trinchera, en el barro, como le decimos nosotros al territorio, pero también ir a dar las luchas en los escritorios: presentar una carta, un documento, dialogar con el gobierno local y nacional, llevar a funcionarios al territorio y que no vengan con el intendente, que les va a mostrar lo que sí hizo. Mostrarles lo que está pasando”, explica.

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Cuando habla de desnutrición y malnutrición, explica que, en realidad, no se trata solo de la falta de alimento, sino también de otros factores, entre ellos, la calidad del agua que toman y la falta de conocimiento por parte de los padres. “La mala calidad del agua hace que vivan enfermos, sobre todos los niños, por eso están desnutridos, no solo por la falta de alimentos. Entonces mucho del trabajo que hacemos es de educación integral: brindar herramientas de cómo se diluye la leche en polvo, o explicar que el niño no puede tomar el agua turbia del fondo del tinaco de cinco litros que les da el municipio”, detalla.

En paralelo a la historia de Pata Pila, hace seis años que Bustamante se volvió padre de siete niños y adolescentes, los hermanos Gerez. Él los conoció varios años antes, cuando los menores vivían en una situación crítica en su tierra natal, Santiago del Estero.

-Ellos vivían con su familia, pero por algunas situaciones de abandono, además de que vivían en medio del monte, sin agua y sin luz, la Justicia consideró que durante un tiempo iban a ser institucionalizados y ese tiempo se fue prolongando. Yo los acompañé cuando se los llevaron de su casa. Y cuando estaba en Salta con Pata Pila iba a visitarlos al hogar dos veces por año. Cada vez que los escuchaba, sobre todo a los más grandes, que ya tenían 14, 15, me surgían preguntas: ¿Quién los va a ayudar a que tengan un futuro? ¿Cómo van a hacer para tener un lugar que sea de ellos? Honestamente, me volvía al norte y enterraba mi cabeza como un avestruz, decía: ‘No, no, Diego, basta: con todos los problemas que hay en el norte, ¿Cómo vas a hacer? Es difícil’. Pero bueno, ese deseo fue naciendo hasta que finalmente, después de cuatro años, me decidí.

Hoy Bustamante se reparte entre su vida en Gualeguay y sus viajes mensuales a Salta y Mendoza. Además, viaja de vez en cuando a Buenos Aires, para recaudar fondos y visitar el hogar de niños en tránsito que tienen allí. Él cree que su dedicación a los niños, en parte, tiene que ver con su propia historia, ya que él es huérfano de madre desde muy pequeño. “A mí se me murió mi mamá cuando yo era muy chico y siempre tuve como ese niño herido lastimado dentro, y por nada mi camino terminó siendo muy de la mano de enfocarme mucho en los niños”, suma.

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Extracto de entrevista de María Nollmann, La Nación

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